miércoles, 28 de mayo de 2014

La evaluación como proceso de mejora

La evaluación como proceso de mejora

La evaluación como proceso curricular, nos permite, fundamentalmente, conocer el nivel de nuestros aprendizajes, para en base a dicho conocimiento, se puedan establecer los mecanismos de mejora.

Como maestros y maestras, sabemos que el proceso de aprendizaje es continuo y complejo. La sociedad del conocimiento y la innovación requiere hombres y mujeres con pensamiento crítico-creativo que asuman el reto de la complejidad y la incertidumbre con actitud proactiva. En este contexto, se hace imprescindible que los maestros y maestras asumamos con responsabilidad la necesidad de reflexionar sobre nuestra práctica. Enseñar[1], y la evaluación es un componente de la enseñanza, exige reflexión crítica sobre la práctica. (…) la práctica docente crítica, implícita en el pensar acertadamente, encierra el movimiento dinámico, dialéctico, entre el hacer y el pensar sobre el hacer, porque el saber que indiscutiblemente produce la práctica docente espontánea o casi espontánea, “desarmada” es un saber ingenuo, un saber hecho de experiencia al que le falta el rigor metódico que caracteriza a la curiosidad epistemológica del sujeto” Freire (1997, p 16)[2]. La enseñanza puede considerarse como un proceso que facilita la transformación permanente del pensamiento, las actitudes y los comportamientos de los alumnos/as, provocando el contraste de sus adquisiciones más o menos espontáneas en su vida cotidiana con las proposiciones de las disciplinas científicas, artísticas y especulativas, y también estimulando su experimentación en la realidad. Esto implica que la evaluación debería centrarse en la determinación del nivel cuantitativo o el salto cualitativo que sufre el pensamiento de un estudiante y en cómo utiliza este pensamiento en la explicación y/o transformación de su realidad. Gimeno & Pérez (2005, p. 81)[3].

La evaluación en un enfoque basado en competencias implica evaluar, primordialmente, el proceso de desempeño ante actividades y problemas del contexto profesional, social, disciplinar e investigativo, teniendo como referente las evidencias y los indicadores propuestos, sin embargo, también es necesario tener en cuenta que toda planificación previa, puede ser replanteada en base a las necesidades y expectativas de los discentes. Esta perspectiva nos pone en el camino de un diseño integral participativo, característica del diseño por competencias, en el cual, se va configurando el proceso a medida que se avanza en el mismo.
Lo expresado nos permite comprender que la evaluación no es una tarea puntual de un momento determinado en la sesión de aprendizaje, como ocurría en la evaluación tradicional, sino que al ser concebida como proceso sistémico-complejo, es necesario definir las capacidades a evaluar y el tipo de evidencias requeridas, así como las estrategias y los instrumentos con los que se recogerá la información sobre las fortalezas y aspectos a mejorar, retroalimentar oportunamente y generar espacios de reflexión metacognitiva sobre el proceso y sobre los resultados.
García & Tobón (2008)[4], plantean que la evaluación por competencias presenta las siguientes características:
·         Es un proceso dinámico y multidimensional que realizan los diferentes agentes educativos implicados (docentes, estudiantes, institución y la propia sociedad).
·         Tiene en cuenta tanto el proceso como los resultados del aprendizaje.
·         Ofrece resultados de retroalimentación de manera tanto cuantitativa como cualitativamente.
·         Tiene como horizonte servir al proyecto ético de vida (necesidades personales, fines, etc.) de los estudiantes.
·         Reconoce las potencialidades, las inteligencias múltiples y las zonas de desarrollo próximo de cada estudiante y
·         Se basa en criterios objetivos y evidencias consensuadas socialmente, reconociendo además la dimensión subjetiva que siempre existe en todo proceso de evaluación; se vincula con la mejora de la calidad de la educación ya que se trata de un instrumento que retroalimenta sobre el nivel de adquisición y dominio de las competencias y además informa sobre las acciones necesarias para superar las deficiencias en las mismas.

Como podemos apreciar, la evaluación concebida como proceso dinámico y multidimensional, implica la necesidad de tener en cuenta su evolución a través del tiempo permitiendo así conocer el ritmo de las modificaciones, un diagnóstico de la situación de aprendizaje y un pronóstico de su dirección. Además que debe incluir a todas las dimensiones del ser humano implícitas en la competencia a evaluar: Capacidades cognitivas, procedimentales y actitudinales, es decir evaluar la dimensión del conocimiento, del hacer y del ser. Es importante promover la auto y coevaluación como mecanismos que permitan consolidar la autonomía, la autoestima, la asertividad y la empatía. Desde esta perspectiva, es entender a la evaluación como un subsistema curricular que permite no solamente verificar progresos cognitivos sino también progresos en el desarrollo de la inteligencia emocional, social y relacional del ser humano implicado, es decir contribuye al desarrollo de nuestras dos mentes: La mente que piensa y la mente que siente (Goleman, 2008, p. 43)[5]
La evaluación debe tener en cuanta tanto el proceso como los resultados, lo que está directamente relacionado con el desempeño, ya que solamente puede evaluarse en el proceso del hacer idóneo, sustentado en un conocer también idóneo. Este aspecto nos orienta con respecto a la importancia que tiene la articulación de la teoría con la práctica. Si tenemos en cuenta que el aprendizaje es un proceso de construcción de conocimientos, la evaluación del proceso de construcción es tan importante como el producto en si mismo. Esta evaluación del proceso y del producto conlleva a la construcción en forma progresiva de estructuras de pensamiento y de acción cada vez más complejas y adecuadas.
La evaluación basada en competencias debe integrar lo cualitativo con lo cuantitativo tanto en el proceso mismo de la evaluación como en la realimentación proporcionada. Esta característica se cumple cuando se evalúa a través de criterios claros y compartidos con los estudiantes, discutidos colectivamente, argumentados y consensuados, a partir de los cuales se definen niveles de logro y de desarrollo de las competencias. En este aspecto, se proponen las rúbricas como instrumentos de evaluación formativa, ya que por su naturaleza permiten la evaluación de desempeños. Dichos instrumentos facilitan la certificación del desempeño del estudiante en situaciones que pueden ser complejas, imprecisas y subjetivas. Con este fin la matriz establece una gradación en niveles de calidad de los diferentes criterios con que se puede desarrollar una tarea de aprendizaje. La rubrica permite al profesor especificar claramente qué espera de los estudiantes en cuanto a su aprendizaje y cuáles son los criterios con que se calificará un determinado trabajo o actividad, ya sea una presentación oral o un reporte escrito. (Ahumda, 2005 p. 137)[6]
La evaluación como proceso dinámico multidimensional debe contribuir al logro de la plenitud y la libre expresión de los individuos-sujetos, ya que esto constituye nuestro propósito ético y político sin dejar de pensar también que esto constituye la finalidad misma de la triada individuo <-> sociedad <-> especie. La complejidad humana no se comprendería separada de estos elementos que la constituyen: todo desarrollo verdaderamente humano significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido de pertenencia con la especie humana. Es decir del proyecto ético de vida. En este sentido, la evaluación como proceso de mejora debe promover la construcción de la comunidad de destino planetario que permite asumir y cumplir la parte de la antropo-ética que concierne a la relación entre el individuo singular y la especie humana como un todo. (Morín, 1999. p. 25, 58)[7]
La evaluación como proceso multidimensional debe desarrollarse en un clima de afectividad, sin tensiones, teniendo en cuenta que, como expresa Goleman (2008) cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región, en donde se entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través de las conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando así toda posibilidad de pensar con claridad.


[1] Enseñar en el contexto de la pedagogía de la autonomía implica la relación discente-docente, es decir que enseñar no es transmitir, es construir aprendizajes en forma intersubjetiva.
[2] Freire, P. (2004, p. 16). Pedagogía de la Autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. México: Siglo XXI. Consultado en
[3] Gimeno, J. & Pérez, A.(2005). Comprender y transformar la enseñanza. Madrid: Morata.
[4] García & Tobón (2008). (Coord). Gestión del Currículum por competencias. Lima: F.M Servicios Gráficos S.A
[5] (Goleman, 2008) Inteligencia emocionalBarcelona: Kairós. Consultado en
[6] Ahumada, P. (2005) hacia una evaluación auténtica del aprendizaje. México. Paidós.
[7] Morin, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Francia: UNESCO


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