La evaluación como proceso de mejora
La evaluación como proceso curricular,
nos permite, fundamentalmente, conocer el nivel de nuestros aprendizajes, para
en base a dicho conocimiento, se puedan establecer los mecanismos de mejora.
Como maestros y maestras, sabemos que
el proceso de aprendizaje es continuo y complejo. La sociedad del conocimiento
y la innovación requiere hombres y mujeres con pensamiento crítico-creativo que
asuman el reto de la complejidad y la incertidumbre con actitud proactiva. En
este contexto, se hace imprescindible que los maestros y maestras asumamos con
responsabilidad la necesidad de reflexionar sobre nuestra práctica. Enseñar[1],
y la evaluación es un componente de la enseñanza, exige reflexión crítica
sobre la práctica. (…) la práctica docente crítica, implícita en el pensar
acertadamente, encierra el movimiento dinámico, dialéctico, entre el hacer y el
pensar sobre el hacer, porque el saber que indiscutiblemente produce la práctica
docente espontánea o casi espontánea, “desarmada” es un saber ingenuo, un saber
hecho de experiencia al que le falta el rigor metódico que caracteriza a la
curiosidad epistemológica del sujeto” Freire (1997, p 16)[2].
La enseñanza puede considerarse como un proceso que facilita la transformación
permanente del pensamiento, las actitudes y los comportamientos de los
alumnos/as, provocando el contraste de sus adquisiciones más o menos
espontáneas en su vida cotidiana con las proposiciones de las disciplinas
científicas, artísticas y especulativas, y también estimulando su
experimentación en la realidad. Esto implica que la evaluación debería
centrarse en la determinación del nivel cuantitativo o el salto cualitativo que
sufre el pensamiento de un estudiante y en cómo utiliza este pensamiento en la
explicación y/o transformación de su realidad. Gimeno & Pérez (2005, p. 81)[3].
La evaluación en un enfoque basado en
competencias implica evaluar, primordialmente, el proceso de desempeño ante
actividades y problemas del contexto profesional, social, disciplinar e
investigativo, teniendo como referente las evidencias y los indicadores
propuestos, sin embargo, también es necesario tener en cuenta que toda
planificación previa, puede ser replanteada en base a las necesidades y
expectativas de los discentes. Esta perspectiva nos pone en el camino de un
diseño integral participativo, característica del diseño por competencias, en
el cual, se va configurando el proceso a medida que se avanza en el mismo.
Lo expresado nos permite comprender que
la evaluación no es una tarea puntual de un momento determinado en la sesión de
aprendizaje, como ocurría en la evaluación tradicional, sino que al ser
concebida como proceso sistémico-complejo, es necesario definir las capacidades
a evaluar y el tipo de evidencias requeridas, así como las estrategias y los
instrumentos con los que se recogerá la información sobre las fortalezas y
aspectos a mejorar, retroalimentar oportunamente y generar espacios de
reflexión metacognitiva sobre el proceso y sobre los resultados.
García & Tobón (2008)[4],
plantean que la evaluación por competencias presenta las siguientes
características:
·
Es un proceso dinámico y
multidimensional que realizan los diferentes agentes educativos implicados
(docentes, estudiantes, institución y la propia sociedad).
·
Tiene en cuenta tanto el proceso como
los resultados del aprendizaje.
·
Ofrece resultados de retroalimentación
de manera tanto cuantitativa como cualitativamente.
·
Tiene como horizonte servir al proyecto
ético de vida (necesidades personales, fines, etc.) de los estudiantes.
·
Reconoce las potencialidades, las
inteligencias múltiples y las zonas de desarrollo próximo de cada estudiante y
·
Se basa en criterios objetivos y evidencias
consensuadas socialmente, reconociendo además la dimensión subjetiva que
siempre existe en todo proceso de evaluación; se vincula con la mejora de la
calidad de la educación ya que se trata de un instrumento que
retroalimenta sobre el nivel de adquisición y dominio de las competencias y
además informa sobre las acciones necesarias para superar las deficiencias en
las mismas.
Como podemos apreciar, la evaluación concebida como proceso dinámico y
multidimensional, implica la necesidad de tener en cuenta su evolución a través
del tiempo permitiendo así conocer el ritmo de las modificaciones, un
diagnóstico de la situación de aprendizaje y un pronóstico de su dirección.
Además que debe incluir a todas las dimensiones del ser humano implícitas en la
competencia a evaluar: Capacidades cognitivas, procedimentales y actitudinales,
es decir evaluar la dimensión del conocimiento, del hacer y del ser. Es
importante promover la auto y coevaluación como mecanismos que permitan
consolidar la autonomía, la autoestima, la asertividad y la empatía. Desde esta
perspectiva, es entender a la evaluación como un subsistema curricular que permite
no solamente verificar progresos cognitivos sino también progresos en el
desarrollo de la inteligencia emocional, social y relacional del ser humano
implicado, es decir contribuye al desarrollo de nuestras dos mentes: La
mente que piensa y la mente que siente (Goleman, 2008, p. 43)[5]
La evaluación debe tener en cuanta tanto el proceso como los resultados,
lo que está directamente relacionado con el desempeño, ya que solamente puede
evaluarse en el proceso del hacer idóneo, sustentado en un conocer también
idóneo. Este aspecto nos orienta con respecto a la importancia que tiene la
articulación de la teoría con la práctica. Si tenemos en cuenta que el
aprendizaje es un proceso de construcción de conocimientos, la evaluación del
proceso de construcción es tan importante como el producto en si mismo. Esta
evaluación del proceso y del producto conlleva a la construcción en forma
progresiva de estructuras de pensamiento y de acción cada vez más complejas y
adecuadas.
La evaluación basada en competencias debe integrar lo cualitativo con lo
cuantitativo tanto en el proceso mismo de la evaluación como en la
realimentación proporcionada. Esta característica se cumple cuando se evalúa a
través de criterios claros y compartidos con los estudiantes, discutidos
colectivamente, argumentados y consensuados, a partir de los cuales se definen
niveles de logro y de desarrollo de las competencias. En este aspecto, se
proponen las rúbricas como instrumentos de evaluación
formativa, ya que por su naturaleza permiten la evaluación de desempeños.
Dichos instrumentos facilitan la certificación del desempeño del estudiante en
situaciones que pueden ser complejas, imprecisas y subjetivas. Con este fin la
matriz establece una gradación en niveles de calidad de los diferentes
criterios con que se puede desarrollar una tarea de aprendizaje. La rubrica
permite al profesor especificar claramente qué espera de los estudiantes en
cuanto a su aprendizaje y cuáles son los criterios con que se calificará un
determinado trabajo o actividad, ya sea una presentación oral o un reporte
escrito. (Ahumda, 2005 p. 137)[6]
La evaluación como proceso dinámico multidimensional debe contribuir al
logro de la plenitud y la libre expresión de los individuos-sujetos, ya que
esto constituye nuestro propósito ético y político sin dejar de pensar
también que esto constituye la finalidad misma de la triada individuo <-> sociedad <-> especie.
La complejidad humana no se comprendería separada de estos elementos que la
constituyen: todo desarrollo verdaderamente humano significa desarrollo
conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y
del sentido de pertenencia con la especie humana. Es decir del proyecto ético
de vida. En este sentido, la evaluación como proceso de mejora debe promover la
construcción de la comunidad de destino planetario que permite asumir y cumplir
la parte de la antropo-ética que concierne a la relación entre el individuo
singular y la especie humana como un todo. (Morín, 1999. p. 25, 58)[7]
La evaluación como proceso multidimensional debe desarrollarse en
un clima de afectividad, sin tensiones, teniendo en cuenta que, como expresa
Goleman (2008) cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta
el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria
de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda la información
relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de
la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número
de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo
es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible
cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular
una compleja proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la
memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región, en donde se
entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que la tensión
emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través
de las conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando
así toda posibilidad de pensar con claridad.
[1] Enseñar en el
contexto de la pedagogía de la autonomía implica la relación discente-docente,
es decir que enseñar no es transmitir, es construir aprendizajes en forma
intersubjetiva.
[2] Freire, P.
(2004, p. 16). Pedagogía de la Autonomía. Saberes necesarios para la práctica
educativa. México: Siglo XXI. Consultado en
[3] Gimeno, J.
& Pérez, A.(2005). Comprender y transformar la enseñanza. Madrid: Morata.
[4] García & Tobón (2008). (Coord).
Gestión del Currículum por competencias. Lima: F.M Servicios Gráficos S.A
[5] (Goleman, 2008) Inteligencia
emocional. Barcelona: Kairós. Consultado en
[6] Ahumada, P.
(2005) hacia una evaluación auténtica del aprendizaje. México. Paidós.
[7] Morin, E.
(1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Francia:
UNESCO